Hacía más de un año que estaba
en paro y algunos meses ya que había perdido la esperanza de encontrar un
trabajo nuevo o por lo menos alguna ocupación con la que salir de aquel
agujero. Sólo yo sabía lo desesperada que había llegado a estar pero me sentía,
si es que algo sentía ya, más aterrorizada que nunca. Arruinada, deambulando
por las casas de familiares y amigos que me acogían por semanas, el pesimismo
era la mayor sobrecarga a mi ánimo derrumbado.
Llegó la mañana de volver a
renovar la tarjeta de desempleo y acercarme de nuevo a la funcionaria que me
observaría de frente, para explicarme de forma calmada que no había ninguna
oferta de trabajo que encajara con mi perfil profesional. Mientras, yo ya
conocía los síntomas que me provocaba su expresión, mi estómago se arrugaba, me
daba un brinco la respiración y por un minuto o más sentía la necesidad feroz
de chillar y maldecir todas las explicaciones diabólicas que me daba la mujer
acerca de la dramática situación por la que estábamos pasando miles de
ciudadanos, que como yo, se acercaban a la ventanilla de empleo cada mes.
Pero aquel día, la suerte me
felicitó por cada cabezada que había dado y esta vez frente a la ventanilla de
empleo la funcionaria me ofreció un trabajo, sin mucho entusiasmo, pero para mí
era un éxito. Miré la oferta: se necesita
candidata para puesto de dependienta a turno completo en tienda de guillotinas.
Muy bien, me dije, tal vez esto me saque de la ruina aunque parezca que el
peligro aún no ha pasado. Seguí concentrándome en aquel instante, jamás habría
trabajado en una tienda de guillotinas pero no podía negarme.
Tan pronto como firmé el parte
de trabajo, desaparecí de allí y me dirigí hacía la dirección que estaba indicada
en el papel. Al llegar, di una ojeada por el lugar para ver quién había, el
encargado del local estaba apoyado en el mostrador. Aquel hombre con aspecto
áspero me miró de pasada sin apenas un atisbo de interés hasta que mis ojos se
encontraron con los suyos.
─ Me han dado esta dirección
para comenzar a trabajar en su tienda ─ le dije con voz decidida.
Él pareció erguirse de su
postura doblada y volvió a mirarme pero ahora de forma larga y minuciosa.
─ Bien, ¿está dispuesta a
comenzar de inmediato?
Tenía que hacerlo, ¿cómo iba a
rechazarlo si no tenía nada a lo que agarrarme? ¿Y por qué todo se había
desmoronado a mi alrededor, qué hacía en un tienda de guillotinas frente a un
tipo con pinta de matón?
─ Sí, claro ─ le contesté.
─ Te explicaré entonces la
contabilidad de la caja y el modo en qué distribuimos y facturamos a nuestros
clientes. Una vez acabemos, puedes empezar a despachar.
Tal vez era mi falta de
imaginación lo que me estaba dejando fuera de juego pero quién serían aquellos
clientes de los que hablaba, cuarteles militares, mataderos, instituciones represoras…La
muerte acechándome demasiado cerca como para hacer de aquella situación algo
banal.
Dejamos de lado las
presentaciones y una vez me explicó el mecanismo de la tienda le seguí hacía el
almacén que estaba justo detrás del mostrador, una vez atravesabas un corto
pasillo de paredes negras. Allí estaban las guillotinas, organizadas en filas, bloques
de madera maciza con formas rotundas, el brillo del acero salpicaba de luz los
muros oscuros y había un olor en todas partes que te dejaba frío.
Volvimos de la trastienda y ahora
llegaba el momento crucial, cuando yo me quedaba a cargo de todo y el tipo
desaparecía por la puerta de cristales que daba a la calle.
Comencé a verme a mí misma malgastando
los días en aquella caja donde me faltaba el aire, intentando simular que los
encargos de aparatos de asesinar a seres humanos iban conmigo.
Y allí me encontré, rodeada de
facturas y de tristes llamadas telefónicas que me ordenaban que de forma
urgente mandara algún modelo de guillotina a lugares recónditos. Luego
intentaba no recordar nada de lo que hacía para conseguir descargar los hombros
cuando terminaba.
Un comienzo ideal para la pesadilla que me
imaginaba iba a ser las jornadas de después, cuando tuviera que entrar de nuevo
en el almacén y pasar las horas entre la mercancía.
Llegó la tarde en que tuve que
enfrentarme al lugar prohibido. Acompañé a mis pasos por el pasillo negro, entré
en la sala y me acerqué a la primera fila de guillotinas. La respiración
comenzó a acelerarse hasta encontrar la calma, mientras miraba la raya que
marcaba el filo del acero sobre mi cabeza. Noté el calor de la madera al pasar
mis manos por su superficie, me senté encima de aquel bloque y sin poder
controlarlo mis orejas empezaron a acariciar aquella sensación cálida que
comenzó a inspirarme entre los muslos la estructura gruesa.
Permanecí quieta, apoyé la espalda en una de
las vigas que sostenía el metal, y mis manos ya cálidas comenzaron a colmarme de
placer. Abrí la boca y mis dedos dibujaron la sonrisa de mis labios, besándome
la punta de los dedos, uno a uno. Humedecida por el nerviosismo que me
provocaba aquel lugar, dejé que una de mis manos se entrelazara entre mis
piernas y sintieran a mi piel que resbalaba sobre el sudor de mi cuerpo.
Me desabroché la camisa, ruborizada
y sin atreverme a mirar a ninguna parte, no era capaz de apartar aquellos
pensamientos de mi mente. El roce de aquel aparato jugaba con mi cuerpo, mis
caderas comenzaron a moverse lentamente, siguiendo el ritmo de mis dedos
ocupados en la entrepierna.
Mi calor concentrado, escuchaba
a mi boca y mis manos atraparon los
muslos, hasta que cerré los ojos, apretando los dientes.
Empapada en sudor se senté en el suelo de la
sala sobre mis piernas mientras mis manos inquietas me daban un final. Sentí como
mi vientre se relajaba y mis muslos caían hacia abajo. Nunca había imaginado
que en un lugar como aquel, el orgasmo pudiera sonrojarme de aquella forma…El
silencio entrecortado por mi respiración y el olor agridulce de la sala
volvieron a humedecerme.
Pasaron los días y entre sueños
seguí recordando aquel desasosiego, el hambre, el deseo de ser colmada, las
sábanas enredadas entre mis piernas, rendida y satisfecha.
Durante la época en la que
permanecí trabajando en la tienda, conocí el placer que me producía mi propio
cuerpo en aquella soledad. Y por debajo de todo aquello, anhelaba la
tranquilidad que respiraba en el lugar prohibido, rodeada del frío de la
oscuridad, descubrí que aún era capaz de
vivir dentro de mi destartalada situación personal y que seguía entera después
de haberme sentido fuera de todo.
Me había convertido en un ser
impaciente por encontrarme entre aquellos muros y pegar mis manos y mis pechos
al metal helado, abriendo mis piernas para volver a perderme. Seguidamente, mis
dedos de deslizaban de nuevo entre los mulos, consiguiendo separarlos
fuertemente y seguían deslizándose hasta encontrar la carne.
Con el paso del tiempo, el juego
continuó sacudiéndome y los sueños me liberaban las noches. Nadie me esperaba
al volver al apartamento que había logrado alquilar pero nunca me sentí perdida
durante aquella época. En cada ocasión, acababa disfrutando de mi misma,
sintiendo que la muerte tal vez era un cuerpo voluptuoso y recio que me
abrazaba.
Mientras, el contrato temporal
finalizó y volví a enfrentarme a la ventanilla de empleo y a la mirada pausada
de la funcionaria que se compadecía de mí y del túnel en el que me encontraba.
De nuevo, sin decir palabra, la mujer volvió a entregarme una oferta de empleo,
en un papel doblado y enmarañado. Lo abrí con cuidado: se necesita verdugo para centro penitenciario de alto riesgo.
Sostuve el papel, bajé la mirada y sentí como el calor volvía a recorrerme la
espalda, la camisa comenzó a estrecharse, los pechos recios me dejaron paralizada
frente a ella, las manos me sudaban de placer. Tuve que marcharme de allí,
abandoné el edificio y salí corriendo.